martes, 15 de agosto de 2017

Los Espíritus – Agua Ardiente



Si con el primer disco homónimo Los Espíritus comenzaban a sobresalir del under y con Gratitud se posicionaban bajo un sonido y estética propia, Agua Ardiente, su tercer trabajo, definitivamente oficia como la obra consagratoria en la que se condensa su identidad musical y un posible salto al mainstream.

El crecimiento del sexteto de La Paternal fue una parábola ascendente en este último lustro, con shows cada vez más convocantes y giras por varios países latinoamericanos, lo que en parte explica ese mestizaje tan rico y atractivo en su paleta, con géneros como el blues, los mantras psicodélicos, la instrumentación chamánica y el rock de arrabal. Si el secreto está en la mezcla, el grupo supo encontrar la receta perfecta para lograr servir en la mesa en tiempo justo un plato fuerte, caliente y picante.

El concepto de Agua Ardiente que ilustra la portada es ambivalente y puede referirse tanto a las aguas termales terapéuticas que ofrece la explotada naturaleza, como al caldo hirviente que escapa de una olla en ebullición, el mismo aire enviciado que se respira en la ciudad desamparada en pleno calor de verano, donde prácticamente no hay reparo del amarillo agobiante.

El disco abre con ‘Huracanes’ a pura base machacante. Entre pedales de wah-wah  y solos de guitarra espaciales y hendrixianos,  Prietto lanza toda una declaración estoica de principios: ‘Como mares que quiebran las rocas o huracanes que llevan las olas así de fuerte somos (…) vamos caminando hasta el sur hasta encontrar lo que olvidamos entre el oro’.  La búsqueda de ese dulce néctar de recompensa espiritual también aparece en el folk rutero de ‘Jugo’ y con ello el elemento de la repetición, que reafirma el poder  de la simpleza lírica y reitera un clima circular en donde el valor de la palabra se va a amplificando.

Se enciende la caldera y un sonido más global y centroamericano se deja escuchar en ‘Perdida en el fuego’, un bolero  cantando por Santiago Moraes  (que parece punteado por Marc Ribot o Ry Cooder ) sobre  la estigmatización femenina y la caza de brujas, algo que en estos tiempos de fuerte conciencia social adquiere otro peso.

El bluegrass rockero  ‘La Rueda’ continua subiendo la térmica unos cuantos grados más narrando la ecuación capitalista de ‘dinero, sangre y humo’ que mueve al mundo y destruye a la Pachamama. Bajo una síntesis magistral disparan: ‘La rueda alimenta a unos pocos para nosotros no hay más que palizas o entretenimientos para poder aguantar vamos a trabajar y después a comprar y hacer la rueda girar y girar y girar’.

El disco se sumerge en las profundidades de esa jungla urbana de miserias pero tiene momentos en donde sale a la superficie a tomar aire, con canciones más atmosféricas y volátiles que hacen mención a cierta esperanza luminosa como ‘Esa Luz’, donde se luce el guitarrista Miguel Mactas poniendo en diálogo a su guitarra con la de Moraes, y ‘Luna Llena’, un western noctámbulo y oscuro que vaticina ‘si cambian los colores del cielo, mis ojos también cambian’.

Volviendo a aterrizar en el asfalto, merece un párrafo aparte el bloque ‘La Mirada’, ‘Mapa Vacío’ y ‘Las armas las carga el diablo’, una postal fotográfica de la tensión y resignación contenida en estos tiempos. Como buen observador de lo cotidiano, sin nada que envidiarle a Javier Martínez o a Luca Prodan, en el primer blues suburbano Prietto habla sobre el pibe que mira al hombre y le sostiene la mirada en el subte, la mujer que esquiva el acoso en la parada o la relación de poder  entre patrón-empleado. Temáticas que encuentran un correlato con la obra anterior en ‘Negro chico’ o ‘El Perro Viejo’. La poesía barrial periférica continúa de la mano de Moraes en ‘Mapa vacío’, la descripción de un horizonte sin líneas visibles,  para cerrar con otro blues podrido en el que apuntan su lanza filosa hacia el funcionamiento político, policial y mediático, dejando en evidencia de qué lado de la vereda están: ‘las armas las carga el diablo y las urnas si está de humor. Si le anda la lapicera le agrega un verso a la Constitución’.

Mediando entre lo naturalista y las calles funestas  y terrenales,  se cierra el disco y apaciguan las aguas con ‘El Viento’, una danza espiritual de rock con bases a lo Billy Bond / Pappo’s Blues donde lo tribal e indígena emerge de las percusiones de Fernando Barreyro y las baterías de Pipe Correa.

Si, como dice Bob Dylan, ‘la respuesta está soplando en el viento’, Los Espíritus la encuentran en los poderes telúricos y ancestrales de nuestra querida, sabia y subestimada tierra, que susurra: ‘correrá mucha agua, correrá mucha sangre, soplará mucho el viento, cada una de nuestras voces se apagará, una a una bajo el silencio de la luna’.

Agua Ardiente  es, entonces, un resultado directo, consolidado e inmediato a este tiempo que  mantiene la llama visceral en toda su extensión.  Una radiografía que expone desde el nivel micro lo azotada que está América Latina entre el calentamiento climático, la globalización, la explotación de los recursos y la ilusión de querer escapar  cual roedores de ‘la rueda’ circular tercermudista. Tal vez sea el agua de cielo la que apague semejante incendio.

Txt: María Gudón    




viernes, 19 de mayo de 2017

Slowdive en Niceto: Música para viajar en el tiempo y el espacio




El escenario de Niceto Club, iluminado tenuemente en tonos magenta, y el instrumental ‘Deep Blue Day’ de Brian Eno invitaron de primer momento a sumergirse en las profundidades oceánicas. Bajo esa atmósfera fría, y con un cuarto disco homónimo recién salido tras más de dos décadas inactivos, es como la banda inglesa Slowdive debutó en Argentina.

Al igual que varios grupos que fueron de culto en su momento y que hoy, reunidos, saborean otra popularidad, el show local de los shoegazers era esperado por oídos experimentados y nuevos. Aunque tardó su buen tiempo en llegar (dado que lo más cercano fue una presentación solista y folk de Neil Halstead en Boris allá por el 2013), vino acompañado de nuevas canciones que se complementan con el pasado pero le aportan cierta cuota de novedad. La prueba se oyó con la apertura ‘Slomo’, con una introducción extendida donde las voces de Neil y Rachel Goswell se van cortejando mientras a su alrededor se construye una base que pone los cimientos de su arquitectura sónica. Unos cuantos acoples y reverberaciones más arriba, la banda desempolvó de su primer EP (1990) los temas ‘Slowdive’ y ‘Avalyn’, un soundscape eterno donde la calma se pone en jaque atravesada por guitarras rabiosas e infernales. ‘Catch The Breeze’ también formó parte de ese bloque noise llevando el ruido a un extremo para luego pasar la página con el respiro ambiental y ensoñador ‘Crazy For You’, sostenido por un arpegio de aires gravitatorios.

En sus tres discos de estudio, Slowdive siempre desarrolló climas, jugando con los silencios y el minimalismo (Pygmalion) o con una profusión de efectos (Souvlaki) a partir de delay, chorus, flanger, multi layering de guitarras procesadas y voces angelicales como denominador común. Lo que siempre primó en la búsqueda fueron los estados musicales abstractos por encima de cualquier estructura formal de canción, algo que en este nuevo trabajo cambió y se pudo apreciar cuando sonaron ‘Star Roving’, ‘No Longer Making Time’ y ‘Sugar For The Pill’, temas más up-tempo donde lo melódico acentuó su madurez evolutiva.

El momento más cósmico de la noche llegó con ‘Souvlaki Space Station’, un viaje sideral que aumenta su fuerza  alcanzando un clímax por el choque de instrumentos, que impactan en los oídos como si se tratara de una colisión planetaria.

Alison’ y ‘When The Sun Hits’ aparecen como anthems noventosos y despiertan toda una paleta de sentimientos tan melancólicos como nostálgicos. Casualmente,en esos temas se ven intentos tímidos de pogo entre el público que llaman la atención de Goswell, quien asegura que es la primera vez en la historia que se arma moshpit en sus recitales y que ella solía hacerlo años atrás, cuando asistía a conciertos junto al bajista Nick Chaplin.

El cierre perfecto llega de la mano de ‘Golden Hair’, un tema de Syd Barrett que recita los versos de James Joyce con particular misticismo al que Slowdive convierte en vivo en una obra maestra de post-rock. La voz celestial y etérea de Rachel eleva a otra frecuencia y abre un portal imaginario que culmina en un big bang musical, con una bola de distorsión amplificada que desborda la capacidad auditiva y pega de lleno en lo sensorial (sí, desbarrancando a Swans del ranking).

El encuentro llega a su fin y no tardan en venir los bises. Pero antes el clima se corta en seco cuando uno de los stage managers acerca una torta y suena el feliz cumpleaños para celebrar el natalicio de Rachel. Ya para ese entonces, ‘She Calls’ y ’40 Days’ terminan resultando yapas de una noche completa que, más que un show convencional de rock, ofreció una experiencia movilizante.

Txt: María Gudón
Ph: Vicky Polak




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viernes, 3 de marzo de 2017

T2 Trainspotting: rescate emotivo de un pasado que devora al presente


Mark Renton corre en la cinta transportadora a la par de los demás joggers en el gimnasio, en buena forma y con ropa deportiva. Aquel junkie de mediados de los 90 ahora no transpira por la abstinencia narcótica sino por seguir en carrera en la vorágine yuppie que lo llevó a desengancharse del tren. Pasaron 21 años pero los grados de separación entre quien era y es mantienen cierto espesor. Ejercitando cuerpo y mente vienen los recuerdos y también los golpes, y, correr continúa siendo su forma de escapar (ya sea en la clásica escena que sonríe como lunático luego de chocar con un auto tras robar para comprar droga, inyectándose un chutazo evasivo de heroína o traicionando a sus amigos para irse con el dinero a iniciar una nueva vida en Amsterdam). 
Renton regresa desde Holanda a Edimburgo y, desde el momento en que pone un pie en la ciudad, se desenrolla un trip nostálgico, con sus gloriosos recuerdos pero también con las peores miserias que brotan de ellos. Las viejas postales que en 1996 eran símbolo de la cool britannia y moldeaban la cultura pop demarcando un estilo de vida, género musical o imagen estética hoy siguen enchinchadas en la pared empezando a cubrirse de polvo. Su revisionismo no deja de ser un lindo ejercicio emotivo pero los tiempos son otros y nuevos signos fueron atravesando la sociedad: el espectáculo exhibicionista de las redes sociales, el consumismo para aplacar temporariamente la depresión, la explotación encubierta y avalada por el capitalismo, la visión panóptica que generan los reality shows y la globalización en la era líquida de instantaneidad y conexión, por nombrar algunos. Ahí es cuando se cae en la cuenta que dos décadas no son nada y lo son todo. Y, en estos años, ese mismo sabor dejaron las historias del squad de escoceses formado por el torpe pero adorable Spud (Ewen Bremmer), el codicioso Sick Boy (Johnny Lee Miller) o el irascible Begbie (Robert Carlyle). Desde una mirada profundamente desoladora, cada uno arrastra ecos fantasmales que siguen resonando a distancia. Sus historias los fijaron en una realidad tan o más triste que en la precuela: Spud no logra superar su adicción, Simon sigue involucrado en negocios turbios usando cartas de chantaje y extorsión y Begbie escapa de la prisión con la misma sed de venganza con la que entró a la celda. El protagonista Renton (Ewan McGregor) parece ser el más ileso por las marcas del tiempo pero, aun así, su estabilidad tiembla al viento como un papel. Todas las historias dejaron heridas abiertas que nunca terminaron de cicatrizar de las que todavía supura ira, competencia y rencor a partir de una oportunidad y una traición que quebró los lazos amistosos. Entonces ahí es cuando entra en juego el cuestionamiento del irónico lema ‘Choose Life’. ¿Hasta qué punto los personajes eligieron voluntariamente el rumbo que darle a sus vidas y hasta qué punto fueron presos de sus malas acciones / decisiones o las de otros? ¿Hasta qué punto uno elige o puede no elegir?
El espectador recorre con ojos de turista el relato de una brecha generacional. Y, aunque emocionalmente haya cierta identificación o compasión con los personajes por las arenas movedizas en las que parecieron estancarse sus vidas, el film no muestra piedad ni debilidad por las consecuencias de ninguno. Cada cual encontró razones para justificar su forma de obrar desde su lugar y es en el contraste de historias donde todavía  se siente que el hilo de tensión no se terminó de cortar

Lo que en algún momento pareció divertido hoy desde un envase corporal más curtido no lo es tanto y las escenas icónicas de la pandilla de outsiders que fueron trademark de lo cool, bajo los pies de las cuatro décadas pueden leerse como algo penoso. Ni las borracheras, ni ir a bailar a la misma discoteca viejos clásicos, ni volver a compartir una dosis entre amigos o rodearse de sangre joven tiene punto de comparación con un recuerdo cristalizado en la memoria e impermeabilizado contra el envejecimiento. Ninguno de esos intentos revitalizará lo vivido originalmente. Y eso Danny Boyle lo tiene más que claro en este segundo film, que se encarga de alimentar el mito antecesor a partir de flashbacks, basado parcialmente en la novela ‘Porno’ del escritor Irvine Welsh. Por eso, nos sentimos extraños e invasores como el Renton adulto que entra en la ex habitación de la casa de sus padres. Las cuatro paredes empapeladas que contuvieron recaídas, rehabilitaciones, sexo y alucinaciones hoy se ven y quedan chicas al lado de la dimensión que esos recuerdos ocupan en el imaginario.
 T2 Trainspotting expresa eso en una escena clave que se convertirá en clásica del cine: cuando al comienzo Mark apoya la púa sobre el explosivo tema ‘Lust For Life’ de Iggy Pop en su tocadiscos, inmediatamente saca el vinilo porque no tolera escucharlo. Esa música representa el vívido soundtrack de sus mejores y peores días. Es aquel amigo que te puede hundir hacia el abismo o sacar a flote a la superficie justo a tiempo. El rechazo, agrado o gusto amargo que puede evocar genera un reencuentro con el propio pasado, algo de lo que no se puede escapar jamás.  Aunque La Iguana este presente de forma remixada y nueva, detrás de la fachada sigue sonando como el mismo viejo y querido James Osterberg de Detroit. Las historias de estos cuatro antihéroes también, ya que encuentran en esta segunda entrega nuevas formas de ser presentadas desde una piel vieja.
Txt: María Gudón